ESTACIÓN
AVELLANEDA
Ando sin laburo y con el sueldito que
gana mi mujer en la ferretería, no alcanza. El pibe es chiquito y entre el
alquiler y el viático no llegamos ni al día diez. Se viene el invierno y no sé
que hacer. Salgo de mi casa en Varela, son las cinco y media
de la mañana, compro el diario y los puchos. Me bajo en Avellaneda con los
clasificados de Clarín marcados en círculo con birome. Ahora mismo estoy tomando un café
en el barcito de la estación. Si hay alguna oferta de laburo con teléfono, me
levanto de la mesa y llamo del público que está en la pared del hall para pedir
una entrevista. Llevo fumados dos Jockey cortos y gastado casi todo el presupuesto del día, si no consigo nada
tendré que volver a casa colado en el bondi o mangueando unas monedas. Pago el café y me dispongo a caminar hasta Mitre y Vélez Sarsfield porque hay una
empresa que necesita gente. Llevo mi certificado del trabajo anterior en la
fábrica de jabón, doblado en el bolsillo de la campera. Quiero salir a la vereda
pero me atropellan. Entran corriendo dos tipos de mi edad, se huele el quilombo,
atrás viene la cana a grito pelado, me llevan todos por delante. El más gritón
de los de uniforme dispara en el hall, una, dos veces, los que huyen me empujan por el
pasillo abajo del andén, las escopetas suenan como bombas y los llantos se convierten
en puteadas viscerales. Ahora mismo me caigo al suelo, me pisan; en el reloj
que está arriba de las ventanillas se acaban de detener las agujas. El tubo del
teléfono público está colgando del cable. Veo en la vereda de enfrente el
afiche anunciando el estreno de Expreso de Medianoche que está medio tapado por
el humo de las Itaka. La sangre del piso dibuja pisadas que entran y salen de
la estación. Ahora estoy gateando hasta la escalera del medio escapándome de
los fantasmas. Una escena en colores pasa flotando sobre mi cabeza como en un
planetario. Hay policías por todos lados y mis palabras pierden la consistencia,
gimo. Atino a subir corriendo. Me tapo la cara con el diario y leo la fecha - 26 de junio de 2002.
Hace bastante frío en
el túnel y la muerte se pasea bajo los andenes. Cuando consigo salir de la Estación por el otro
lado, me agarra del brazo el griego, un ex compañero de trabajo y delegado en
Conen (La fábrica de jabones de Gerli). Es más viejo y alto que yo. Usa
anteojos culo de botella y una camisa a cuadros que debe ser de tela bien gruesa
porque no siente el frío. Pasamos corriendo adelante de la cartelera de cine; está anunciado el estreno de Pampa Salvaje con Robert Taylor montado a caballo
como un Roca degollando; atrás de Robert Taylor viene la tropa de la cana, también a caballo, galopando por los adoquines de la Avenida Pavón.
Nos
estamos escapando con el griego por la calle Palaá, llegamos a Alsina, doblamos hacia Mitre. Ahora lo dejo solo; Blajakis me despide con un abrazo y veo que entra en la confitería La Real. El griego
cae fulminado por dos balazos al lado de Rosendo García. Me
meto en Los Maestros, entre el olor a pizza distingo el almanaque. Está abierto
en la hojita de mayo de 1966 manchada de grasa. Pido una porción de faina y fugazza. Se oyen sirenas. Corro hasta la parada del Halcón que no viene nunca. Quiero caminar y salir lo antes posible de Crucesita. En la esquina de Suárez paran dos autos sin
patente y ocho tipos se bajan corriendo. De pronto empiezan a ametrallar la casa blanca. La planta alta desaparece en una nube de
polvo. De arriba alguien tira hacia la calle uno, dos, tres disparos y luego muere
entre los cascotes. En el cartel pegado en una obra en
construcción entre el puente de hierro y la calle Paso, anuncian el estreno de Mi Mujer No Es Mi Señora con Olmedo y
Nadiuska. Me envuelven las bocinas de los autos que festejan el triunfo ante
Holanda. Me subo al terraplén de Crucesita por las piedras y me cuelgo del último vagón del
tren carguero que vá a La
Boca. Hay saqueos, veo como los comerciantes cierran
las persianas en Dock Sud. Cruzo el Riachuelo, hay luces potentes, están filmando una película junto al puente viejo. Me enciendo un Particulares de 51. Me tiro del tren en el pasto que rodea las vías antes de cruzar la Avenida Belgrano.
En la recova del Teatro Colonial leo en el programa El Centroforward Murió Al
Amanecer y la gente que viene por Paseo Colón me empuja hacia la Plaza que está cerrada por
cordones de la Infantería. Saco
los últimos dos australes del bolsillo de mi campera y camino hacia la parada
del blanquito. No hay colectivos en la calle. Una nube de gases lacrimógenos me
espanta hacia Lezama. Es casi de noche. Subo a un 10 que
viene vacío. Me bajo en Sarandí y alcanzo a los saltos el estribo de un Halcón con gente colgando, estoy sudando
como un chivo. Veo venir un falcon a contramano por la calle Acha. Una voz profunda
y joven de mujer parte la noche en dos. En el paredón de la Sulfúrica anuncian el estreno
de La Guerra Del
Cerdo. Camino las dos cuadras desde la Sarmiento fumando el último pucho del paquete. Hace mucho calor. En casa hay una milanesa, nos mentimos que estamos cenados y la cortamos en pedacitos en el plato del pibe mientras miramos Kojak en blanco y negro.
No puedo dormir. Estoy tardando demasiado
tiempo en conseguir trabajo. Ir de nuevo al bar de la estación se me hace
peligroso. Temo que la historia se
repita y vuelvan todos a seguir matándome.
jp
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