El equipo se identificaba por una
camiseta azul con una banda amarilla cruzada al pecho. Todos decían que era de
Boca; para nosotros era la de Wilde Oeste, del otro lado de Mitre; la blanca
con banda roja en diagonal, la usaban en el equipo de los cajetillas de Wilde
Este entre Mitre y Ramón Franco.
Había tres estadios disponibles, el más
grande era el potrero de los tranvías en
la manzana de Cadorna, Brandsen, Belgrano y San Carlos. La opción el Club
Echeverría de aquel lado y el Sporting o el Juventud de Wilde del lado del chetaje.
La cancha neutral era un campito en Mitre
entre Condarco y Corvalán donde años después La Marina contruyó las famosas
Torres de la Marina
(No confundir con Las Torres de Wilde, más conocidas como El Complejo que construyeron
los del Ejército en Las Flores y Pino).
En la famosa selección infantil de Wilde
58 yo era un Pasarela adelantado que
dejaba pasar todas las pelotas pero a ningún contrario; la técnica era básica,
patada de atrás, agarrón disimulado con caída, pisotón en el talón y trompadas
en el cogote o cachetazos del tipo Neymar pero menos sutiles. El árbitro me
conocía de chico y nunca cobraba nada en mi contra.
Teníamos a Riquelme antes que naciera, un
jugador adelantado, muy adelantado, casi tomaba mate con el arquero contrario; el
tucumano Manuel que nos llevaba veinte centímetros de altura de ventaja y escondía
la pelota con el cuerpo en diagonal, abriendo los brazos y ladeándose para que nadie se la sacara de
los pies. Pochi era la figura, un Messi de metro veinte que se desplazaba como
Excalectric, le decíamos zapatilla eléctrica.
El Polaco y el negro Raul construían un
medio campo complejo, duro, cerrado, multiétnico; hablaban todo el partido y
convencían a los contrarios de que era mejor jugar para atrás que intentar
gambetearlos. Raúl tocaba culos, manoteaba los genitales, daba besos cuando lo
querían encarar y llegado al contacto físico te mordía la boca.
El Polaco en cambio, era un exquisito,
medio gordo pero habilidoso para tirar tacos y paredes que terminaban enseguida
pero igual era un gusto verlo jugar con el flequillo tapándole los ojos y una
sonrisa indeleble.
Nadie tenía un televisor y el fútbol se aprendía
de padres a tíos y de tíos a sobrinos.Las mejores jugadas se nos ocurrían
escuchando radio los domingos.
Ganábamos por desorientación,
generalmente uno a cero. El referí era un perro, un ovejero manto negro llamado
King que Manuel entrenó desde cachorro. Se cobraba lo que decía el perro y
listo, nadie discutía los fallos de King.
Cuando ví en sucesivas repeticiones HD al
uruguayo Suarez mordiendo rivales en el hombro me acordé del perro de Manuel,
el can, ese que un día resolvió un campeonato cuando olió a su amo
ensangrentado y se prendió al cuello de un defensor contrario.
Fue una tarde calurosa de 1958 en el
campito de Mitre y Condarco en una final memorable ganada por abandono.
JP
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