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sábado, 28 de junio de 2014

Fair Play

La Selección de Wilde Oeste de 1958

El equipo se identificaba por una camiseta azul con una banda amarilla cruzada al pecho. Todos decían que era de Boca; para nosotros era la de Wilde Oeste, del otro lado de Mitre; la blanca con banda roja en diagonal, la usaban en el equipo de los cajetillas de Wilde Este entre Mitre y Ramón Franco.
Había tres estadios disponibles, el más grande era el potrero de  los tranvías en la manzana de Cadorna, Brandsen, Belgrano y San Carlos. La opción el Club Echeverría de aquel lado y el Sporting  o el Juventud de Wilde del lado del chetaje.
La cancha neutral era un campito en Mitre entre Condarco y Corvalán donde años después La Marina contruyó las famosas Torres de la Marina (No confundir con Las Torres de Wilde, más conocidas como El Complejo que construyeron los del Ejército en Las Flores y Pino).
En la famosa selección infantil de Wilde 58 yo era un  Pasarela adelantado que dejaba pasar todas las pelotas pero a ningún contrario; la técnica era básica, patada de atrás, agarrón disimulado con caída, pisotón en el talón y trompadas en el cogote o cachetazos del tipo Neymar pero menos sutiles. El árbitro me conocía de chico y nunca cobraba nada en mi contra.
Teníamos a Riquelme antes que naciera, un jugador adelantado, muy adelantado, casi tomaba mate con el arquero contrario; el tucumano Manuel que nos llevaba veinte centímetros de altura de ventaja y escondía la pelota con el cuerpo en diagonal, abriendo los brazos y ladeándose para que nadie se la sacara de los pies. Pochi era la figura, un Messi de metro veinte que se desplazaba como Excalectric, le decíamos zapatilla eléctrica.
El Polaco y el negro Raul construían un medio campo complejo, duro, cerrado, multiétnico; hablaban todo el partido y convencían a los contrarios de que era mejor jugar para atrás que intentar gambetearlos. Raúl tocaba culos, manoteaba los genitales, daba besos cuando lo querían encarar y llegado al contacto físico te mordía la boca.  
El Polaco en cambio, era un exquisito, medio gordo pero habilidoso para tirar tacos y paredes que terminaban enseguida pero igual era un gusto verlo jugar con el flequillo tapándole los ojos y una sonrisa indeleble.
Nadie tenía un televisor y el fútbol se aprendía de padres a tíos y de tíos a sobrinos.Las mejores jugadas se nos ocurrían escuchando radio los domingos.
Ganábamos por desorientación, generalmente uno a cero. El referí era un perro, un ovejero manto negro llamado King que Manuel entrenó desde cachorro. Se cobraba lo que decía el perro y listo, nadie discutía los fallos de King.
Cuando ví en sucesivas repeticiones HD al uruguayo Suarez mordiendo rivales en el hombro me acordé del perro de Manuel, el can, ese que un día resolvió un campeonato cuando olió a su amo ensangrentado y se prendió al cuello de un defensor contrario.
Fue una tarde calurosa de 1958 en el campito de Mitre y Condarco en una final memorable ganada por abandono.
JP


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